Vés al contingut

Quart relat de Sant Jordi

quart relat de sant jordi

Cuando llegué, la policía ya se había ido, subí las escaleras y entré en la casa de mi amiga, atravesando el precinto policial. Éramos compañeras de trabajo y daba la casualidad de que vivíamos en el mismo edificio. No me acuerdo como empezó pero nos hicimos amigas muy rápido. Solíamos quedar para ir la una a la casa de la otra y ese día había quedado en ir a su casa. La puerta estaba abierta, y eso me preocupo mucho. Pensé que a lo mejor le había pasado algo malo.  Pero eso superaba malo con creces. Mientras caminaba a su habitación y abría la puerta, recordé como la había descubierto antes. La luz no estaba dada, las farolas de la calle no alcanzaban a iluminar su piso, y la noche, de luna nueva, solo otorgaba más sombra, y aún así… Rojo. Una habitación roja gracias a las esparcidas entrañas de mi amiga. Sus extremidades estaban cortadas, separadas de su frágil cuerpo. Y sus ojos, estaban completamente salidos de órbita, inyectados en sangre, tan vivos que podía sentir el dolor que ella había sentido, pero a la vez tan… Tan vacíos.

La policía se había ido rápidamente porque ya sabían quien había sido y que no había dejado ninguna prueba. ¿Cómo lo sabían? Por la cara. La primera vez no la había visto porque mis ojos no podían abandonar la imagen de mi amiga abierta por la mitad, con sus miembros separados de su cuerpo. Pero ahora la vi. Una cara pintada de negro era la única cosa que interrumpía la monotonía de ese mundo rojo. Una cara pintada de negro, sonriendo, hecha por ese hombre. Su símbolo. Una cara que me miraba y me susurraba, directamente en mi cabeza. “Tú eres la siguiente”. Sabía que no era posible, un dibujo no podía hablar. Pero aún así… Esos susurros se clavaron sobre mí, puro agonía recorría todo mi cuerpo de arriba y abajo, como si una espada de Damocles que decidía sobre la llegada de mi último momento hubiese caído sobre mí sentenciándome. Dolía. Dolía mucho. Volví a mi casa corriendo. La sensación de opresión que ejercía esa cara dentro de mí no desaparecía.

La siguiente semana fue peor. El dolor no desapreció de mi cuerpo. Y a eso se le sumó la paranoia. Creía ver a alguien a todas horas. Creía que era un hombre, pero siempre estaba escondido. Aún así, había algo que siempre podía distinguir. Una sonrisa. Una sonrisa de oreja a oreja. Esa sonrisa, junto con la imagen de mi amiga y el dolor agonizante me torturaban cada segundo que pasaba. Quería olvidarlo todo. Solo olvidarlo. Me dediqué completamente a mi trabajo, haciendo todas las horas extra que podía. Necesitaba algo que distrajera mi mente.

Una noche que volvía a llegar tarde del trabajo, muy entrada la noche, vi esa sonrisa, al lado del portal de mi casa. Era el hombre que siempre creía ver. Descarté esa visión pensando que simplemente me estaba volviendo loca. Error. Subí hasta mi casa, y cuando fui a abrir la puerta se me cayeron las llaves. Mientras las recogía miré hacia atrás, quien sabe por qué. Lo volví a ver. Ese hombre, parado, sonriendo. Distinguí un destello rojo en sus pupilas. Todo el cansancio y fatiga que soportaba se transformó  en un sentimiento mucho más primigenio. Miedo. Puro miedo. Un oscuro y profundo miedo. Lo entendí. Como me había susurrado la negra cara sonriente en el mundo rojo de mi amiga, había venido a por mí. Temblando, abrí la puerta y la cerré lo más rápido que pude. En cuanto lo hice apoyé mi espalda con fuerza contra ella, como si dándole la espalda, la muerte no fuera a alcanzarme. Error. Y él no intentó abrir la puerta. Solo toco al timbre. Ding-dong. Para. Ding-dong. Para. Ding-dong. ¡Para! Sin hacer caso a mis lamentos, continuó. Lágrimas desesperadas resbalaban por mis mejillas. ¿Por qué no paraba? ¿Por qué tenía que hacerme esto a mí? ¿Por qué? Cada vez que escuchaba el timbre una puñalada se clavaba en mi corazón. Y mientras seguía torturándome, su risa no paraba de sonar, empeorando el sufrimiento. Decidí abandonar la puerta y huí hacia mi habitación. Error. El sonido del timbre cambió por el de la puerta abriendo y cerrándose. La risa continuaba. Cogí una lámpara de noche a modo de arma. Error. Me escondí debajo de la cama. Error. Le vi. Error. Intenté defenderme. Error. Intenté gritar. Error. Intenté seguir llorando. Error. Y entonces, él empezó a convertir mi habitación en un mundo rojo. Mis ojos iban saliéndose de mis órbitas cada vez más a medida que separaba mis extremidades de mi cuerpo hasta que me abrió por la mitad. Completamente extasiado, como un Dios borracho de poder, enamorado de su propia obra, de ese universo carmesí que había creado a partir de mí, solo reía. La carcajada más salvaje y primitiva que había escuchado en mi vida. Habría gritado horrorizada, si hubiese podido. Y tras dejar su marca, se fue tal y como había llegado, riendo. Esa cara pintada de negro fue la única cosa en ese mundo rojo que me hizo compañía hasta que llegó la policía forense.

 

Deixa un comentari

L'adreça electrònica no es publicarà. Els camps necessaris estan marcats amb *